JARDINES MÁGICOS DE BADAJOZ

 


Siempre me ha llamado la atención la Puerta de Trinidad. Era una puerta mágica donde cruzarla significaba entrar en el mundo de la imaginación y de la fantasía. De chico, mis amigos y yo, jugábamos a ser caballeros. La idea estaba justamente en atravesar la puerta para adentrarnos en el mundo medieval de murallas, castillos y de jardines mágicos.

La mañana es calurosa en Badajoz. Comienza el mes de julio y hay que aprovechar las primeras horas del amanecer ya que el recorrido será largo pero fantástico a la vez.

Inicio el itinerario por el Parque de la Trinidad, antesala de la Puerta de la Trinidad y Parque de la Legión. Doy mis primeros pasos. A mi izquierda se encuentra el Baluarte de la Trinidad, enorme muralla que arropa a los cuatro Evangelistas esculpidos por Juan de Ávalos: San Mateo, San Marcos, San Lucas y San Juan. Y, justo en medio, se ubica una enorme cruz que sustituye a la antigua escultura de piedra que representaba al soldado caído.

Continúo el camino por la arteria principal del parque flanqueado por una exótica arboleda. Una Sequoia de origen americano me da la bienvenida. El Árbol del Paraíso de Asia Central, el Ombú de origen argentino y un ejemplar de Palo Verde originario del sur de Norteamérica, me observan y me acompañan dirigiéndome hasta una fuente. Es allí donde me detengo y giro a mi alrededor. Lanzo una mirada hacia el cielo azul protegido por las sombras de los gigantescos árboles. 

Bajo la mirada, y en este momento y en este lugar se abren varios caminos: uno central y dos laterales. Decido ir por el del medio. Se abre ante mí un pequeño jardín laberinto. Cierro los ojos y lo atravieso siguiendo el trinar de unos pájaros que me acompañarán hasta la salida. Abro los ojos y me encuentro con una escultura del escultor Rodrigo Espada en memoria de las víctimas de la riada del 6 de noviembre de 1997 y en homenaje a la solidaridad. La escultura está formada por una familia: un hombre, una mujer y un niño con su osito de peluche sobre el techo de una casa. Aún recuerdo aquel día.

Prosigo mi camino. Cruzo la Avenida Ricardo Carapeto Zambrano y aquí está. Estoy justo cara a cara con la Puerta de la Trinidad. Me quedo inmóvil mirándola fijamente. Retrocedo en el tiempo y escucho a mis amigos que me gritan al oído – ¡vamos Pedro, despierta, crucemos la puerta!

En ese momento la puerta me lanza una brisa de aire que me saca de mi letargo. Cuento hasta tres y la cruzo. El piso del firme cambia radicalmente. Justo en la entrada el pavimento era empedrado y duro, ahora se convierte en tierra y arena y mis pisadas se van marcando para no perderme.

Me encuentro en el Parque de la Legión. Fue creado a mediados del siglo XX gracias a la labor del pintor, ilustrador, escritor y Jardinero Mayor de Badajoz, Antonio Juez, recreando un lugar mágico y encantador.

Permanezco en el camino sin salirme de él. A unos cuarenta metros aproximadamente se abren ante mí dos plazas con sus fuentes centrales. La de mi derecha es enorme, la de mi izquierda más pequeña. Al girar mi mirada hacia la segunda, atisbo algo escondido, inmóvil entre los árboles. Me adentro entre la arboleda y descubro un busto del poeta Manuel Monterrey portando un libro de poesías en su mano derecha (Badajoz, 1877-1963). Me acerco a descubrir el monumento cuando una sombra se me acerca por mi lado izquierdo. Me quedo quieto sin saber qué hacer. De repente esa sombra es la de un chico que se me aproxima con un perro y me pregunta: – ¿sabes quién es ese poeta? – Sí, digo yo. – ¿Sabes quién esculpió este busto? Ante esa pregunta no reacciono. Él insiste y vuelve a preguntar, – ¿sabes qué persona esculpió este busto? – No, no sé quién esculpió el busto del poeta. – Mi abuelo, José Sánchez Silva, al igual que otros bustos como el de Carolina Coronado en el Parque de Castelar.

Los jardines de Badajoz son mágicos. Luis Sánchez, el nieto de José Sánchez y yo conversamos durante un largo rato sobre las vivencias de su abuelo, sus trabajos y también sobre los poemas del poeta. Entre otros destacar “Mi primer ensayo”, “Mariposas azules”, “Los quince abriles”, “El viajante de la vía estrecha”, “Medallones extremeños” o “Pétalos de sombra”. En este último nos cuenta donde el crepúsculo da paso a la noche y el jardín muestra un mágico esplendor:

“Se apagaron los últimos carmines del rubí fulgurante del ocaso;

la noche prende sobre el leve raso de los cielos sus cándidos jazmines.

Cobra el jardín su misterioso encanto. Un dibujo al carbón es la arboleda,

y un ruiseñor que entre la fronda queda a la luna que nace da su canto.

Canta también la fuente: serenata de cristales, de perlas y de plata

que riman con los trinos pasionales del ruiseñor. ¡Jardín de la poesía!

El alma escucha atenta la armonía de perlas, plata, trinos y cristales…”

Me despido de Luis, nieto de José Sánchez y continúo el camino de arena hasta llegar a una gran avenida de árboles que me espera para cruzarla en solitario. Comienzo lentamente a desplazarme por su calzada. Se abre ante mí una avenida que parece no tener fin. Me flanquean numerosos árboles. En este momento hay un silencio absoluto. Parece que los jardines me observan. Me paro y miro hacia atrás. Ahora mismo me encuentro en la mitad del camino. De repente, escucho un murmullo de una corriente brotando que impregna de música el parque. 

Prosigo andando y al final de la interminable avenida, descubro un paradisiaco entorno donde el polifacético artista Antonio Juez creó un río con cascada artificial y un pequeño puente para cruzar hacia la Alcazaba.

Me siento unos minutos junto a la fuente de la Nacencia formada por varios estanques y arroyos. Bajo la sombra de una palmera admiro todo a mi alrededor. Todo es mágico en este lugar.

Tras un pequeño descanso, mi siguiente objetivo es llegar a los preciosos Jardines de la Galera recientemente restaurados. Pero antes debo bordear la ladera de la Alcazaba y penetrar por una de sus puertas. 

Me pongo en marcha. Paso radicalmente de una zona llana a una pendiente. Los latidos del corazón aumentan. Voy bordeando parte de la muralla. A lo lejos visualizo la Torre de Espantaperros. Desde las alturas donde me encuentro se percibe el rio Rivillas bordeando la Alcazaba por la Ronda de Circunvalación. El camino por el que me desplazo me lleva directamente a la Puerta del Alpéndiz. 

Es la entrada que utilizaré para divisar desde lo alto de las murallas los bellos jardines. Estos se encuentran entre el Baluarte de San Antonio y la Torre Espantaperros. Nada más llegar quedo embriagado con el aroma de la flor de azahar de los naranjos y limoneros que enfilan su destacado paseo. También puedo observar el enorme Árbol Botella y el Alcanforero con origen en zonas de Asia tropical.

Van pasando las horas y el calor aprieta. Recorro otra parte de la muralla saludando a la Torre Espantaperros. 

Busco cobijo y sombra en los interiores del Parque de la Alcazaba. Allí me resguardo bajo los formidables pinos y palmeras de gran porte. Desde allí se puede divisar el río Guadiana circulando hacia Portugal bajo los cuatro puentes que conforman la ciudad.

Tras un respiro abandono el recinto amurallado de la Alcazaba. Elijo la Puerta de la Coracha, junto a la Torre de las Siete Ventanas. Cuenta la leyenda que el rey moro de Badajoz, padre de la princesa Zoraida, encarceló despiadadamente a su hija por el amor hacia un capitán cristiano llamado Omar. La aíslan en la Torre de las Siete Ventanas ordenando tapiar cada una de ellas una a una.

“Sellaron la séptima ventana, la última conexión de vida con el mundo exterior.

La obscuridad apagó la luz, se hizo la nada, se borraron los recuerdos 

 y ella cayó en un profundo abismo dejando de ver las cosas que amaba:

su amado, su ciudad y su río”

Me encuentro ahora fuera del recinto. Quiero finalizar este trayecto en los Jardines de Castelar y Parque Infantil. Pero antes, pretendo recorrer el río Guadiana por la Ronda de Circunvalación para conocer la variada fauna ornitológica del lugar, en una ruta que comprende el espacio entre los puentes. En el recorrido se pueden avistar gallinetas, garzas reales, gorriones, ocas, vencejos, cigüeñas blancas, estorninos, gaviotas, mirlos, fochas, águilas calzadas… un sinfín de aves características del río Guadiana.

Y, caminando y caminando, sin darme cuenta me encuentro junto a la puerta cancelada del Parque de Castelar. Inicio el paseo entre gigantescos árboles que tocan el cielo. Me pierdo entre los diferentes jardines donde se fusionan con bancos ondulantes de piedra, fuentes y el estanque central donde se recrean patos, cisnes, palomas, mirlos, tórtolas, tortugas… e incluso pavos reales pasean libremente por su territorio.

En el estanque principal, coronando el parque, descubro la estatua de Carolina Coronado (1820-1911), escritora de Almendralejo cuyo escultor fue José Sánchez Silva, amigo de Antonio Juez. Hay una inscripción en la base que cita “La sensibilidad de la mujer en ti se hizo poesía”. Justo a la izquierda del estaque encuentro otro pequeño jardín con un antiguo poste meteorológico que se erige en medio de la rotonda. Junto a él, diviso el busto de bronce del escritor y poeta Luis Chamizo (1894-1945), cuyas obras más destacadas son “El Miajón de los Castúos”, “Extremadura”, la obra de teatro “Las Brujas” y antología poética “Obra Poética Completa”. Uno de sus poemas más conocidos fue el de “La Nacencia”, un canto a la vida nueva, a la paternidad y a Dios. Y, rodeando el estanque, encuentro la última escultura arropado de enormes cipreses de Adelardo Covarsí, pintor pacense (1885-1951) que aparece rematada con una reproducción en azulejos de su obra “El zagal de las mongías”.

En estos momentos mi cuerpo me pide descansar unos minutos. Me acomodo en los veladores de un quiosco para refrescarme un poco. A mi alrededor veo niños que juegan en un pequeño parque infantil, palomas que salen y entran del palomar, transeúntes que van y vienen… Me encuentro rodeado de gigantescas palmeras que me observan desde el cielo. Este lugar es un paraíso natural.

Tras unos minutos de relajación me dispongo a finalizar el recorrido de los jardines y parques de la ciudad de Badajoz. Mi viaje finalizará en el Parque Infantil. A unos metros se encuentra la Avenida Santiago Ramón y Cajal. La cruzo y, como una procesión ceremonial, me da la bienvenida la avenida de las palmeras. Se asemeja a la Avenida de las Esfinges de Egipto que conectaba los templos de Luxor y Karnak. La atravieso hasta llegar a unas escalinatas que me adentrarán en el Parque Infantil. Me sumerjo en el pasadizo. Voy descendiendo poco a poco hasta que la luz va desapareciendo poco a poco.

 Atravieso un arco y voy a parar a una fuente de cantos rodados con forma de pila bautismal cuyo surtidor tiene forma de pez. Me encuentro en la antesala de los jardines. Aguardo unos minutos. Escucho el susurro del viento que me llama para adentrarme en el edén. Observo el Arce de hoja roja de centro Europa, y la Tipa de Argentina y Bolivia con flores amarillentas. 

El Parque Infantil debe su nombre a su creación para que los niños tuvieran un lugar para jugar sin peligro. Prosigo el camino y, adosado a la muralla, diviso una pequeña ermita dedicada a la Virgen de la Soledad, patrona de Badajoz. 

Desde allí, me desplazo por un camino central que va a parar al magnífico Auditorio de Ricardo Carapeto donde tienen lugar numerosos eventos en las noches de verano.

Me acomodo en un banco bajo la sombra de un Castaño de Indias, respiro profundamente, percibo a mi alrededor la tranquilidad de este espacio verde. Saco de mi mochila “El Principito”, uno de mis libros favoritos y leo:

“Pero sucedió que el principito, habiendo atravesado arenas, rocas y nieves, descubrió finalmente un camino. Y los caminos llevan siempre a la morada de los hombres.

¡Buenos días! – dijo.

Era un jardín cuajado de rosas.

El principito las miró. ¡Todas se parecían tanto a su flor!

¿Quiénes son ustedes? – les preguntó estupefacto.

Somos las rosas – respondieron éstas.

¡Ah! – exclamó el principito.

Y se sintió muy desgraciado. Su flor había dicho que era la única de su especie en todo el universo. ¡Y ahora tenía ante sus ojos más de cinco mil todas semejantes, en un solo jardín!”


Gracias a mi madre, Pilar González, por hacer de guía 

y enseñarme tantos rincones y por contarme tantas 

anécdotas históricas de nuestra ciudad de Badajoz.


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